viernes, 18 de julio de 2008

Dos monjitas apresuradas.

No lo digamos muy alto porque la cosa puede cambiar cuando menos lo esperemos, pero la verdad es que estamos teniendo un verano bastante soportable.
Sin embargo hace calor cuando lo tiene que hacer que es en esas horas del mediodía en las que la ciudad, protegido su centro urbano por la marinería de los toldos, respira en ebullición incansable hasta algo más de las tres, hora que, tras el cierre de la jornada intensiva, inicia su habitual letargo de sesteo.
Es un gozo contemplar esa plaza del Duque y esa Campana con ese incansable ir y venir de gentes, habitualmente jóvenes, vestidas con prendas de coloridos restallantes como la misma luz descarada del estío, que en mas de una ocasión tropiezan entre sí porque no se distinguen mientras atienden mentalmente, y contemplan sin ver, la figura del interlocutor que camina a su lado a través del móvil.
Los de la tercera edad son los que sufren más empujones por estos usuarios incansables de la comunicación inalámbrica. Empezando por el empujón de la crisis que ese sí que empuja y cada jornada con mayor e inesperada violencia.
No están, o estamos, preparados los mayores para tanta prisa, tanto movimiento irreflexivo. Delante de mí, en la pequeña cola formada ante un cajero automático, había un anciano de movimientos adecuados a su edad que, cuando sacó dinero, se detuvo lo indispensable según su costumbre para guardar cuidadosamente los billetes, pero algo más de lo que el artilugio mecánico tiene programado y, tras el preceptivo aviso, que no son los tres de la corrida de toros, y menos perceptible para las disminuciones acústica y visual de un cliente así, se comió su tarjeta.
El hombre no se lo podía creer. Me miró angustiado. Atribuí el hecho al razonamiento que se había hecho la máquina de que ya se había marchado y guardaba la tarjeta para evitar que cayera en otras manos.
No lo entendía.
--¿Cómo ha podido pensar eso la máquina si me estaba viendo?
Le sugerí que entrase en la entidad y lo comunicara y cuando yo daba por finalizada la operación que me había llevado allí, le vi que salía discutiendo con un empleado sin comprender del todo.
Medité mientras caminaba que coincidían dos mundos. El de hoy, en gran parte, violento, insensible y egoísta y el otro, el de ayer, que, en la actualidad, aparece como cándido, anticuado y lento.
Entre los dos, se me situaron unas apresuradas monjitas de la cruz, que, desafiando, mortificadas bajo sus pardas y pesadas estameñas, la caricia caliente del astro rey, se cruzaron conmigo. Un viandante introdujo su mano en el bolsillo y extrajo unos billetes. Las llamó, ¡hermanitas!, y se los entregó.
La escena era atendida por dos turistas que no disimulaban ni su curiosidad ni su sorpresa. El resto de los que estábamos allí la veíamos como normal. Empezando por las mismas hijas de Santa Ángela que probablemente tendrían muchos a quienes llevar esa ayuda. Recogieron sonrientes el dinero y siguieron su camino.
Bendito sea Dios.

1 comentario:

arimatea en el exilio dijo...

Y bendita sea Sevilla, metropolis que se adapta a los nuevos tiempos sin perder su identidad, su idiosincrasia (palabra muy utilizada por los juglares del ripio sevillano) y su tradicion.
A todos nos pasa lo mismo cuando somos jovenes, no valoramos lo que nos legaron nuestros mayores, pero solo es cuestion de tiempo.

Desde Ancorage, Alaska, con un frio de pelotas y eso que estamos en verano. Salud y buenos alimentos.