viernes, 11 de julio de 2008

Un antifaz de verano.

Acabo de hacer un descubrimiento: Lo mismo que hay tinto de verano, existe también el antifaz de verano.
El tinto de verano es esa bebida oscura, mezcla de vino tinto y agua con agujeritos, que así denominaba genialmente, si no recuerdo mal, a la gaseosa Ramón Gómez de la Serna, que aquellos que siguen en el seno familiar una vida sana y se preocupan sensatamente por eso de las calorías y las vitaminas nos recomiendan para que repongamos el agua que perdemos cuando aprietan las calores sin que crezca desmesuradamente nuestro contorno y proteste el cinturón.
Pecado mortal y atentado culinario es echarle a un buen Rioja una colección de agujeritos burbujeantes. Y olvido lamentable y traición artera puede resultar relegar a la Cruzcampo al pelotón de los gordos. Pero, dicho esto, la verdad es que cuando, al cabo de mantener una sucesión de días esta predilección acuosa y acostumbrado ya al sabor untuoso y dulzón de la sacarina, compruebas el peso en la basculita del cuarto de baño, como modelo temerosa de no caber en el vestido que ha de lucir en la pasarela, observas complacido que las cifras se han ido reduciendo temerosamente y que, a ese paso, hasta vas a caber en el chaqué que te compraste hace más de diez años.
Voto, por tanto, con todos los pronunciamientos favorables, para el singular y sabroso mejunje y voto igualmente por este antifaz veraniego de cuya existencia acabo de tomar nota.
Empecé a situármelo sobre mi rostro cuando el oftalmólogo me recomendó la protección solar de mis ojos con unas nuevas gafas cuyos cristales contuviesen incorporados los mejoramientos de la técnica visual. Y continué y completé la obra cuando el galeno especialista en piel extendió la protección a la totalidad de mi cara y me recomendó el uso diario del sombrero.
Tras la visita correspondiente a la óptica y la no menos precisa a la sombrerería, heme aquí reflejado en el espejo con una camisa fresquita que, para complemento del disimulo, me dejo suelta por fuera del pantalón y ya no me conocen, si no se detienen demasiado a contemplarme, ni los más deudos y afectos de mi entorno.
Sin pretenderlo, camino por las calles, tras mis gafas oscuras y bajo mi sombrero panamá, con el mismo anonimato que mantiene el nazareno que contempla la vida a través de los ojales abiertos de la tela que cubre su rostro.
Hoy he comprobado su efecto dos veces, las dos al cruzarme con dos muestras de ciudadanos que te conocen y se consideran con todo el derecho del mundo a pararte para contarte, exactamente en el centro justo del paso de peatones, eso que no te interesa en absoluto o, menos aun, su propia peripecia dramática superficial, cuando no desmesurada y caprichosa, que tu escuchas tratando de acumular caritativo aguante.
Ninguno ha advertido mi presencia.
Lo malo será cuando eso mismo me suceda en el encuentro con algunas o algunos de mis nietas o de mis nietos. (¿Lo escribo bien?)
Entonces, a lo peor, me quito las gafas y tiro el sombrero.

1 comentario:

Administrador dijo...

Y tras esa reacción, con las gafas y el sombrero al viento,te verias obligado a realizar una solemne agachada para poder besar a tus nietos, con lo malita que tienes tú la espalda.
Pero bueno eso se pasa con el tiempo, porque con tu romántica ya no tienes que realizar semejante esfuerzo.
Un beso REDONDO.