miércoles, 3 de septiembre de 2008

El huerto en la carretera.

Ellos deben estar allí. Lo que pasa es que nosotros no les vemos. A ellos les encontrábamos siempre apareciendo en el horizonte como otra sombra negra, pero no encornada como el toro de Osborne, sino con las líneas quebradas de un tejado efímero y la sombra acogedora de un recinto cubierto de cañas trabadas y ramas extendidas que poco a poco iban adquiriendo perfiles hasta convertirse en puestos de tomates, sandias y melones.

No les vemos ahora porque no están todos, pero algunos permanecen. En sus sitios de siempre. Por los que hemos dejado de pasar porque preferimos la promesa veloz de la autopista a la que no ha llegado todavía la prohibición imprecisa y pueril del ministro Sebastián de reducir la velocidad para ahorrar energía.

No es que se hayan ido ellos. Hemos desaparecido nosotros haciendo caso al TomTom que no entiende ni de itinerarios románticos ni de poemas bucólicos.
Ellos siguen allí. Al borde del camino viejo que un día fue de polvo, luego de asfalto rompible con facilidad, apenas lo erosionaban las ruedas inflexibles y paquidérmicas de algún tractor con la complicidad posterior de los aguaceros.

Si se les busca, se les encuentra. Donde siempre. Con el espacio amplio extendido delante del mostrador polvoriento de taberna del Far West, la vieja enlutada, pero sonriente, que trajina con el puchero cotidiano y el director de la factoría, que es también el agricultor que sembró y recolectó los productos que vende a los que conoce como los mayorales de las ganaderías recuerdan los números y las reatas de las reses con solo verlas aparecer por la puerta del chiquero.

Mi amigo que ha conseguido alcanzar un puesto importante de ejecutivo en la televisión, cubrió la pantallita embrujada del buscador de itinerarios, silenció la voz impersonal y metalizada de la sabelotodo que recomienda “pasada la siguiente intersección gire a la derecha” y rodó atento por la vieja ruta hasta que llegó al oasis veraniego del puesto que buscaba.

-- Quiero comprar sandías – dijo al viejo que apareció, parsimonioso y lento para atenderle.

Y este le invitó a penetrar en el sombreado recinto y le mostró todas las que se apilaban en tres montones, sobre la tierra recién regada.

--- Ahí las tiene usted. Coja la que más le guste.

Mi amigo obedeció. Señaló una y preguntó si se la podía llevar.

-- Esa es melanita – Oyó que contestaba el hombre.

Marcó otra y volvió a formular la misma interrogante.

-- Esa también es melanita.

Supuso que la cualidad de melanita la marginaba de la transacción comercial; pero, picado por la curiosidad, quiso saber por qué. Y la respuesta fue antológica.
--- ¿Venderse?... ¡Claro que se pueden vender!. Las sandías del primer montón son las grandes… las del siguiente, las chicas… y las que usted ha señalao,las melanitas.

1 comentario:

Jordi de Triana dijo...

Entrañable querido maestro. Cuantos recuerdos han recorrido mi mente leyendo su texto. Recuerdo con especial cariño el viaje en el coche de mi padre junto a mis hermanos a Cartaya y el Rompido para pasar el verano. Sin duda alguna el Toro de Osborne era una referencia en el camino. Recuerdo esa incansable pregunta ¿papá cuándo llegamos al Toro? y mi padre con infinita paciencia respondiendo “ya queda poco hijo, ya queda poco”, de repente y ante el único sonido del motor del automóvil se escuchaba un “papá mira el toro ya lo veo, allí arriba”. Al llegar a Gibraleón un primer pellizco por la cercanía a mi segunda tierra, en un rótulo podía leer la primera referencia kilométrica del pueblo de mis abuelos. A escasos 500 metros de Cartaya y divisando en la lejanía las primeras casas que la poblaban una nueva referencia en el camino. Lo que llamábamos sombrajos y aquellos entrañables paisanos con sombreros de paja sobre sus cabezas ofreciendo los exquisitos manjares de aquella maravillosa tierra que nos proporciona la mayor variedad de cultivos que puedan darse a lo largo de la extensión de nuestra querida España. Indudablemente unas enormes verdes y hermosas sandías eran el producto estrella de su variada oferta, seguidas de cerca por los jugosos y exquisitos melones de la tierra. Extraño puede resultar para el viajero al que ellos llaman forastero, pero para el que medio se crió en la tierra, no tanto lo de la melanita. Me imagino la cara de ese hombre al pensar en la melanita ¿será de peor calidad que el resto? ¿será oriunda de otra tierra? o tal vez ¿pensará ese buen señor que el paisano daba nombre a todas y cada una de las sandías y que Melanita era el ojito derecho de su amo y que jamás se desprendería de ella?.