martes, 7 de octubre de 2008

El toreo como paradigma de la vida

Creo que la manida frase de que hay quien nace con estrella y quien nace ya estrellado no la inventó un astrónomo ni ningún constructor de imaginativas cabalgatas de Reyes Mayos. Salió un día de la boca seca de un torero, con el miedo todavía metido en sus entrañas.

No hay mejor ni mas duro paradigma de la vida que la todavía y que sea por muchos años llamada Fiesta Nacional. Con todos sus mutatis mutandis que ustedes quieran y perdóneseme el latinajo que antes venía como apéndice de algunos diccionarios lo mismo que “cálamo currente” y ahora no aparecen porque el latín ya no se estudia por obligación primaria y los únicos que lo aprenden sin libro son algunos políticos y los que lo intuyen no con la inteligencia que no poseen sino con el sentido que llevan en su sangre son los machos y las hembras del ganado bravo. Cuando se dice que un toro sabe latín hay que apretarse los machos. Y más cuando no aparece en la plaza desde el chiquero sabiendo sino que aprende sobre la arena por la impericia de sus lidiadores.

El domingo de la última novillada en la Maestranza debutó en ella un chiquillo malagueño que puso de acuerdo a todos los que nos sentamos en sus graderíos con espíritu crítico coincidiendo en que era un auténtico novillero. Desde que lo vimos enfundado en su terno de apagadas luces como aquellos que guardaba Manfredi en su taller de bordados taurinos recosidos y cepillados a conciencia para arrendarlos a los que estaban empezando, hasta que manejó la capa con soltura, dibujó naturales con temple y firmeza y se deshizo de sus dos enemigos con estoconazos a ley.

Claro que este muchacho, que se llama Juan Carlos Cabello y nació en Málaga en el 89, antes de venir a Sevilla ha hecho el paseo seis veces. Y eso se nota. Más mérito tiene aparecer en la puerta de cuadrillas habiendo lidiado antes una o dos corridas. Sin haberse acostumbrado todavía al peso del vestido de torear que se tolera como un chándal cuando se está al final de la temporada y se han despachado treinta o cuarenta festejos, pero que aprieta y encorseta por todas partes si todavía no ha crecido ni casi se ha estrenado la costumbre de meterse en él.

Qué merito el de estos hombres. Qué admiración para los que sueñan con los triunfos de la torería y se dejan llevar por la nube de las quimeras para poder emborracharse con ellas y alentar el esfuerzo diario de los entrenamientos duros sin saber si al fin y a la postre habrán de servir para algo.

Novilleros hay, triunfadores en temporadas anteriores, que se equivocaron sus mentores precipitando su alternativa y no han vuelto a pisar la arena de un ruedo después de ese día y matadores hay que salieron por la puerta grande y se han vestido de torero este año once o doce veces. ¿Cómo se explica eso? La buena o la mala suerte. La buena o la mala estrella. Como la vida misma.

Hay que confiar en que en el cosmo movible donde el toreo traza la órbita de ese planeta en el que vivía el recordado maestro Cañavate, nada sea estable y las malas estrellas se apaguen encendiendo con sus rescoldos las buenas estrellas de los triunfadores.

En ese milagro confían siempre los que hacen el paseo una vez en el año y se encuentran con que, en el único cartel donde les han reservado un hueco, los toros de legendaria sangre brava huyen del caballo y se rajan ante el trapo inservible para su huída temerosa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

José Luis, Cañabate es con B de Belmonte, vamos a ver...

José Luis Garrido Bustamante dijo...

Los apellidos no tienen ortografía,querido anónimo.
Yo siempre lo he pronunciado con uve.