lunes, 20 de octubre de 2008

Los demás no importan

No hay nada como un taxista conversador para tomarle el pulso a una ciudad.Yo soy usuario frecuente de estos vehículos de servicio público y poseo una regular experiencia traducida en datos y recuerdos que arrojan un resultado positivo.

El taxi es el domicilio rodante del conductor y éste puede recibir frustraciones encadenadas si reclaman sus oficios únicamente los pasajeros silenciosos. Inevitablemente hay que rescatar de la memoria fílmica el papel de aquel insólito y peculiar taxista diseñado por Almodóvar con cortinas de cretona en las ventanillas y tiestos con jardinería doméstica. Un taxista extrovertido y hablador. Muchos lo son. Y es agradable mantener una conversación durante el trayecto.

He tenido ocasión de comprobarlo recientemente. Y me ha servido para calibrar una vez más el grado de insensibilidad y egoísmo de un amplio sector de la sociedad de nuestro tiempo.
Sabido es que las bodas tienden a celebrarse en lugares adecuados, restaurantes, ventas o caseríos antiguos de fincas o cortijos puestos en rentabilidad con este propósito. E, igualmente, conocido es que, por razón natural, tales espacios se encuentran ubicados en las afueras de la población. A veces muy en las afueras. En unas afueras lejanísimas perdidas tras los recovecos de polvorientos o embarrados caminos recorridos antaño solo por los carruajes de tracción animal.
Por saludable precaución y respeto a los caballeros del tricornio y a sus medidores de alcoholemia, los celebrantes y sus padrinos suelen poner a disposición de los invitados una flota de autobuses en número y capacidad proporcionados. Pero como estos suelen iniciar el viaje de regreso o muy temprano para los proyectos de algunos o muy tarde para los de otros, mas o menos a la hora en la que volvía de Madrid aquel avión que despegaba al filo del cierre de las discotecas y se ganó sin oposición el apelativo de “el golfo”, se producen los requerimientos telefónicos a los taxistas que, cuando no han tenido mejores carreras que llevarse al taxímetro, aceptan el encargo y se ponen en camino.
Aquí empieza el capítulo egoísta de no pensar en los demás. Si por casualidad aparece por el lugar otro taxi, tal vez para dejar en la celebración a cualquier invitado rezagado, el peticionario del servicio público lo aprovecha y se vuelve en él dando desairadas calabazas al que ya tiene rodando en su busca.
Lo civilizado sería que, en última instancia, avisase al primero para suspender el encargo, pero eso sería se viviéramos en el país de la convivencia ideal en el que las abolladuras causadas a otro vehículo al salir o entrar en un aparcamiento se saldaran dejando, bajo los limpiaparabrisas, las señas del causante para tramitar la reclamación al seguro.
Y, diciendo esto, llegamos a destino y el locuaz taxista me confió que, de no haberlo parado yo, estaría en Coria de donde lo acababan de llamar, perdido en la noche, buscando a su pasajero.

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