La música en los toros:Un aplauso inadecuado

Existe en la Maestranza un arraigado buen gusto musical del que pueden legítimamente reclamar su paternidad los directores y músicos de la conocida Banda del Maestro Tejera que ameniza los espectáculos desde que dejó de hacerlo la Municipal y los compositores que continuamente enriquecen el acervo de sus partituras.

Cuando suena un pasodoble en el recogido ámbito maestrante una gran parte de los espectadores es capaz de identificarlo y hasta de recordar su autoría y su permanencia en el aire se hace tan justa y prolongada como sea la faena que se está desarrollando sobre el albero.

Escrito esto y rendida la memoria al recordado Pepín Tristán al que,su afición al arte de Cúchares llevaba a levantar la batuta en el momento preciso en que el trasteo ante el cornúpeta empezaba a trasmutarse en faena de triunfo y la bajaba cuando esta tendencia se desvanecía o llegaba a su final, con lo que era aviso cierto para el lidiador de la temperatura de su obra, conviene recordar que el coso es taurino y no sala de conciertos.

El público de la última corrida de toros pareció que lo olvidaba en un momento que resultó muy inoportuno con lo que,de ser el mismo que, en la jornada anterior, concedió una oreja de escaso peso a Sebastián Castella, demostró que también ha entrado en esta crisis que a todos nos afecta.

Hacía gala de valentía y arrojo Antonio Ferrera ante el bravo cuarto de la tarde en el tercio de banderillas y rubricaba su quehacer un aflamencado conjunto de sonidos que la interpretación ajustada de un solista depuraba hasta un alto grado de perfección. No quiero en modo alguno que mi crítica roce o menoscabe la calidad de ambos, la de la partitura que se ejecutaba y la del artífice del metal que la engrandecía. Lo que deseo resaltar y asomar sin titubeo al podium de la censura es la actitud de los espectadores, afortunadamente de un sector no relevante, que al culminar el solo se olvidaron del torero, volviéndose hacia el palco de la música y aplaudiendo con fervor.

Ferrera, que cortaría una merecida oreja en este toro, acababa de jugarse el tipo ante él, clavando un par en lo alto. Con toda probabilidad supuso que las palmas eran para él. Error decepcionante. Un sector del continuamente llamado respetable, aunque no siempre con motivo o razón, parecía haberse equivocado de localidad: No se hallaba en los tendidos de la plaza de toros, sino en el patio de butacas de su homónimo teatro de la ópera. Lamentable.

El día antes, posiblemente este mismo público que pediría luego la devolución del sexto por manso, había concedido a Castella una oreja de pueblo, como la calificó acertadamente Carlos Crivel. Ahora se explica.