jueves, 5 de noviembre de 2009

Ante la foto de Ayala.

Hay quien deja huellas fotográficas desvaídas y existe también una clase de ejemplares humanos que las impregnan de miradas personales y profundas. Francisco Ayala que acaba de morir era de estos.

Cada vez que la página de un periódico se iluminaba con el brillo inteligente de los ojos del centenario escritor uno se olvidaba de los surcos arrugados de su rostro y de su expresión aun no rendida, pero sí cansada de soportar el polvo de muchos largos caminos y se fijaba solo en la trayectoria de sus pupilas.

En la última que he visto he creído adivinar que me hacía una especie de reproche. Y disponía de sobrada razón para hacerlo. Cuando la radio me anticipó la noticia de su triste desenlace, yo acababa de hacer un alto en la lectura que estaba llevando a cabo de un grueso librote que descansaba entrecerrado sobre mis rodillas mientras discurría el servicio informativo.

Pero no saboreaba la prosa cuidada y abierta del prolífico narrador granadino, sino la traducción del segundo ejemplar de la trilogía Millenium, “La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”. Con lo que preferir al sueco Stieg Larsson sobre el entrañable y cercano Francisco Ayala podía resultar motivación colmada para merecer todo tipo de reconvenciones.

Me deja, pues, la muerte del ilustre pensador andaluz un sabor agridulce y un peso en la conciencia de lector. Es como alargar el tiempo para ir a Bilbao a contemplar el arte moderno y contemporáneo del museo Guggenheim sin haber visitado el de Bellas Artes que está cerquita de casa.

Me he puesto como loco a revolver mi biblioteca en busca de “Muertes de perro” o “En el fondo del vaso”, con una cierta sensación de culpabilidad que llegaba hasta a bordear la contrición, pero no los he hallado. Chano suele ponderar el número y orden de mis libros, cosa que le agradezco, aunque siempre me ha parecido un elogio desmesurado. Aquí tiene la prueba.

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