domingo, 29 de mayo de 2011

El maestro Juan Borrero.

Anda con pasitos cortos y la mirada perdida en un horizonte que pudiera ser el ruedo de la Maestranza porque parece un torero retirado que conserva el garbo de los hombres vestidos de luces, pero que termina en un taller de orfebrería capaz de producir enseñas de coronaciones pontificias o copias argénteas a tamaño reducido de la carreta del Rocio de Triana.Se llama Juan Borrero y fue también capataz experto de las cuadrillas de costaleros de ese barrio que sabe conceder identidad propia a las tradiciones y los sentimientos.

Ayer estuve con él. Me acompañaba mi hijo Antonio, sometido ya por breve plazo a la tortura ortopédica del collarín rígido que le aprisiona el cuello y oculta la minúscula incisión que le practicara el doctor Trujillo Madroñal para operarle magistralmente dos vertebras cervicales.

-Secuelas de costaleros – dije para rematar la descripción de la cirugía.

-De costaleros mal igualados – repuso sin titubear el maestro Borrero.

Se interesó luego por el puesto que ha venido ocupando Antonio los cerca de la veintena de años que se ha puesto la faja y el costal y, al saber que iba, por su altura, de patero en la delantera del paso de Cristo hizo unas reflexiones que pueden articularse como conferencia doctoral para el conocimiento de la técnica de mandar pasos.

-Conviene que ese trabajo se haga sin la incomodidad de los kilos. Cada uno de esos costaleros debe llevar a su lado un fijador fornido. Y detrás, un costero igualmente poderoso. Así caminará a gusto e imprimirá delicadeza a los movimientos que le ordene su capataz.

Entró, a partir de ahí, la conversación por los vericuetos en los que se internan los que conocen a fondo el admirable mundo de las trabajaderas y el orfebre capataz añadió otro precepto más a su lúcida exposición:

-Los costaleros se lesionan cuando los capataces no aprecian el estado de su cuadrilla mezclándose con ellos bajo los palos. Hay que medir desde dentro para saber mandar desde fuera.

- Hay que saber – concluí yo.

Borrero me miró y él, tan serio y con tanto gesto suyo de pocos amigos, esbozó esa sonrisa humilde de todos los hombres que son auténticamente grandes.

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