sábado, 11 de junio de 2011

Pentecostés en la marisma.

Ni hay dos Rocíos iguales ni puede desprenderse la devoción del sentimiento y las circunstancias de cada cual.

El encuentro es en Pentecostés. La cita, la misma siempre. La Virgen y cada uno de los que acuden para postrarse a sus plantas.

Entrará a raudales la luz irisada por ventanales y puertas abiertas.El rociero caminará hasta el altar como sonámbulo.Pisando tal vez con la torpeza del cansancio, esa alfombra irrepetible de las arenas que fueron desprendiéndose de los pies de los peregrinos que entraron antes.

Habrá un murmullo creciente de voces, de rezos, de vivas, de bisbiseo de oraciones... A su lado alguien se abrirá paso y lo hará de rodillas y verá que así viene avanzando por promesa desde la puerta... y la mujer que hizo su camino sin hablar recuperará voluntariamente la voz con un ¡viva la Virgen del Rocío! desgarrado como un llanto inconsolable.

El tendrá los ojos fijos en Ella.Y no rezará.Pero no habrá de importarle. No podrá hacerlo. Sabe que a muchos, como a él, le puede estar sucediendo lo mismo

Mirándola se irá acercando al presbiterio hasta que, entre Ella y él, se interpongan solamente los escalones y la verja cerrada que habrán de saltar los almonteños en la madrugada alta .
Subirá los primeros peldaños. Se agarrará a los hierros.
Y se quedará allí. En diálogo íntimo. Interior y mudo.

¿Qué le dice un rociero a la Virgen cuando la ve? ... Tanto... que no le dice nada.
Allí se está.Hasta la sorpresa del grito. Hasta el despertar del éxtasis con la mano amiga.


¡Cuántas confidencias desde la madera de los primeros bancos! Y desde los barrotes negros y ásperos de la verja . Qué calor impregnado en los hierros mismos en esos momentos en los que el apretón de unos dedos cerrados en crispación sobre ellos aun permanece cuando uno llega.

Allguien le puede estar diciendo, con los ojos húmedos y, en el corazón, agolpados los recuerdos :

A Ti te rezó mi gente

clavando aquí la rodilla.

Aquí te miro y se humilla

ante tu Rostro mi frente.

Aquí, con amor doliente,

doblé mi impulso bravío.

Aquí me tienes Rocío.

Y sé que, cuando no venga,

tu nombre, como una arenga,

pondrá ante Ti un hijo mío.

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