lunes, 23 de julio de 2012

Escuelas veraniegas

Sabido es que la obligación primordial de un jubilado es atender la bolsa (la del pan, la de las verduras, la del periódico…) y servir de transporte, acompañante y vigilante de seguridad de sus nietos para ir y venir del colegio. Este pluriempleo se interrumpía durante las vacaciones y los abuelos podían entregarse relajadamente al disfrute del dolce far niente canicular. Pero eso era antes. Ahora los chiquillos van todas las mañana a la escuela de verano y los mayores de la casa, me resisto a emplear la palabra viejos, han visto prorrogada su encomiable misión. Es un buen invento. A la chiquillería se la mantiene distraída, fuera de peligros y ausente del hogar durante tres o cuatro horas, con lo que hay tiempo para llevar a cabo esas arduas tareas que exige el correcto funcionamiento de las economías domésticas y los responsables de su educación, directamente los padres y colateralmente los abuelos, encuentran un campo inédito de comprobación de sus técnicas de educar a la grey infantil. ¿Ah, pero los padres y los abuelos siguen teniendo responsabilidad sobre la educación de su gente joven?... ¡Cómo que si la tienen! ¡Y ahora más que nunca! El arbolito desde chiquitito. Y si alguien cree que esa es tarea asumida en su integridad por los componentes del sistema público de enseñanza está en un error grave del que se arrepentirá en un futuro en el que habrá de contemplar dolorosamente que se le ha pasado la oportunidad. Me hacía yo esta consideración el otro día tras leer en la página de sucesos la noticia de un sexagenario viudo, obligado a denunciar a su propio hijo en el cuartelillo de la Guardia Civil porque éste, al parecer caído en las redes de la droga, le agredía a patadas y puñetazos para que le diese dinero. Y esta mañana he vuelto a pensar en ello cuando una madre joven se rendía ante los puntapiés que le propinaba su irascible vástago, un mico de pocos palmos sobre el suelo, al que estaba llamando Kevin Cósner de Jesus, y le entregaba el euro que le pedía para comprar chuches. A esta mujer mañana me la puedo encontrar llorosa en la puerta del cuartelillo. Me dije a media voz rompiendo mi mudo soliloquio: Pero creo que ni ella ni su furioso Kevin Cósner de Jesus se llegaron a enterar. Menos mal.

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