lunes, 8 de diciembre de 2014

LA INMACULADA, SIEMPRE


¿En cuántas delanteras de paso de virgen aparece ?... ¿Y en cuántos retablos majestuosos de iglesias y conventos?...

Difícilmente podemos trasponer la puerta en sombras de cualquier cenobio hispalense tras haber cruzado el compás que generalmente se extiende ante ellas sin que nuestra mirada caiga en su representación escultórica o iconográfica.

Siempre la misma representación de la madre de Dios, concebida sin mancha, envuelta en vaporosos ropajes, con la melena suelta y las manos a la altura del pecho en postura de oración.

En Sevilla se sabe por qué esto es así.

Y se recuerda para ello la alegoría del Apocalipsis describiendo a la mujer vestida de sol con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas que recuerdan el número de las tribus de Israel… y se interpreta la vestidura como la gloria de la divina maternidad… y el pedestal de la luna como señorío soberano o realeza.

Murillo lo supo. Y Juan Martínez Montañés. Y el primero buscó en su paleta de pintor los mejores azules para hacerlos celestes. Y el segundo inventó brisas perfumadas de campo y de mar para que formasen las ondulaciones suaves de la túnica que tallaba para la Madre de Dios.

Y ya no hubo otra representación mejor de la Inmaculada ni en el cuadro, ni en la talla. Ni para armonizar colores, ni para modelar las formas.

Por eso se envanecía el escultor. Y por lo mismo a Bartolomé Esteban le llamaron el pintor de la Inmaculada porque, como le escribiera Manuel Agustín Príncipe, en el soneto que se  publicó al erigirse en la plaza del Museo su monumento,

“Oh, cuántas veces, en amargo duelo,
de la Madre de Dios, la faz riente,
en tus cuadros colmó la pena mía.
A unos inspiran ángeles del Cielo.
A otros inspira Dios Omnipotente:

¡A ti, Murillo, te inspiró María!”

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