martes, 9 de junio de 2015

ENCERRONAS EN MADRID: CURRO ROMERO Y EL CID.


Pues… voy a seguir con el tema, mire usted. No resisto la tentación de comparar las reseñas de dos corridas de seis toros para un solo espada celebradas en la plaza de las Ventas y protagonizadas por los matadores que figuran en el encabezamiento: Curro y El Cid.
La primera es de 1967 y la segunda, de hace unos días. El pasado seis de este mes.
Romero se enfrentó a seis ejemplares de Urquijo un hierro muy de su agrado que le había servido un año antes para triunfar en La Maestranza en el primer encierro que estoqueó en solitario. El Cid, a seis Victorinos.
En aquella corrida en Sevilla que tuvo lugar el 19 de mayo de 1966, el Faraón había cortado ocho orejas y hasta llegaron a pedirle el rabo.
El Cid, por su parte, había demostrado que los peligrosos ejemplares de Victorino Martin no tenían secretos para él y ante ellos había triunfado años antes enfrentándose igualmente a seis, a los que cortó cuatro orejas, en una de las Corridas Generales de Bilbao.
La expectación,  pues, era máxima ante ambos carteles. Antonio Díaz- Cañabate, de quien tomo los datos, empezó su crónica publicada en el ABC del 22 de septiembre de 1967, la fecha siguiente a la de la corrida, hablando de la novelería de los que fueron a la plaza.
Con el Cid hubo coincidencia de comentarios al calificar la decisión del torero como una gesta.
Curro vio cómo se arrastraban al desolladero, con las orejas puestas, un toro tras otro, que no fueron seis, sino siete, porque pidió el sobrero con el que tampoco alcanzó el deseado lucimiento. Este regalo calmó un tanto las iras del respetable y tamizó la presumible bronca final.
El Cid no podía imaginar que, como escribió Antonio Lorca, “el gran ganadero Victorino  Martín iba a traer a Madrid una moruchada de tan alto calibre como la lidiada. No hubo un solo toro que ofreciera las mínimas posibilidades para hacer el toreo. Justos de fuerza, muy desiguales en los caballos, con abundancia de mansedumbre, avisados en banderillas, y sosos, sin casta, deslucidos, ásperos y peligrosos en el tercio final”.
Lo intentó desde primera hora. Creyó conseguirlo en el tercero que brindó al público. No logró sus propósitos y, como sus apoderados, aturdidos posiblemente por la deriva dramática de la tarde, no tuvieron la feliz idea de calmar las iras públicas con el regalo de un sobrero, la bronca final fue de categoría.


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