miércoles, 3 de enero de 2018

LOS REYES MAJOS


Los niños de mi época cuando queríamos fastidiar a alguno de la pandilla le amenazábamos con decirle quienes eran los Reyes Magos, señal evidente de que se trataba de un secreto bastante conocido que se guardaba por conveniencia.

Todavía no había llegado Papa Noel ni ninguno de los competidores de los regios personajes que hoy se adelantan a su visita con el inocente (pero menos)  propósito de que los regalos se multipliquen por dos.

No había más reyes que los reyes y tampoco eran monarcas sino astrónomos anticipados a los modernos telescopios y a los satélites artificiales que confunden su brillo  con el de las estrellas en las despejadas noches de la sequía.

Una chiquilla morenilla con los ojos muy negros y muy grandes miraba sentada en el primer peldaño de una escalera el espectáculo luminoso de la noche estrellada. Me dijo que se sentía bien y que estaba segura de que allí había vida.

El Rey Alfonso décimo que era sabio y poeta probablemente lo creía también cuando ejercía como estrellero en sus horas libres en los Alcázares sevillanos.

Mirando a las estrellas supieron los tres enigmáticos personajes que se reproducen en todas las Cabalgatas el nacimiento del Niño Dios. Menos Artaban, el cuarto rey, que llegó tarde.

Pero tampoco estamos seguros de que fueran cuatro. San Mateo que es el único evangelista que refiere la visita, no lo aclara. Y ya, en nuestro tiempo, el Pontífice emérito Benedicto XVI tampoco se entretiene en eso, aunque descubre que sus meditaciones le llevan a concluir que eran andaluces de Tartesos y así lo escribió en un libro sobre la infancia de Jesús que hace unos años le publicó Planeta.


(Por eso he titulado este texto no con error ortográfico de los que hoy abundan  hasta en la tele cuando el redactor de rótulos  escribe  “detrás suyo” o “delante suyo”, sino a propósito. Mago se escribe con ge y Majo con jota. Hasta ahí llego)

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