martes, 20 de marzo de 2018

DON ENRIQUE AYARRA



Caí yo una mañana de invierno por los alrededores de la catedral y entré distraídamente en el templo. Se oía el canto de los canónigos y, cuando la oración coral llegó a su término, el órgano siguió sonando como si gozara de una recobrada libertad separada de las bridas del canto litúrgico.

Sus armónicos sones se elevaban hacía las nervaduras de las bóvedas catedralicias llenando el ámbito sagrado de una música celestial que invitaba al recogimiento y la oración.

Cuando el organista dio por concluida su intervención magistral, un turista, que con otros visitantes foráneos había atendido en admirativo silencio el imprevisto concierto, me preguntó dónde podía adquirir el CD que acababa de sonar y, al saber que el intérprete había actuado en directo, se extrañó de que el recinto no estuviese lleno de melómanos.

El organista era José Enrique Ayarra Jarne, uno de los clérigos que el Cardenal Arzobispo José María Bueno Monreal se había traído de su Aragón natal y que, como otros, don Félix Royo, por ejemplo, pronto se incardinaron en la vida y costumbres de los sevillanos.

Don Enrique se vino a vivir a la plaza de Teresa Enríquez, a una vivienda del edificio anexo a la Parroquia de San Vicente, en los altos de la sacristía, el despacho del cura y las dependencias de las hermandades de las Penas y las Siete Palabras. Y, con él, arrastró a toda su familia. En la Universidad sevillana estudiaron sus hermanos, haciéndose uno de ellos cirujano expertísimo, y en Sevilla igualmente contrajo matrimonio su hermana y falleció su madre.

Ahora ha muerto él, superada ya la frontera de los ochenta años. La ciudad pierde un sacerdote ejemplar que dio testimonio de su vocación en diversos círculos, entre ellos los Cursillos de Cristiandad y un músico de internacional renombre que elevó la representación hispalense en la  música de órgano, a las más ilustres cimas.

En sus exequias solemnes un paño de luto cubrió respetuosamente el teclado que tantas veces habían acariciado sus manos mágicas.

jueves, 8 de marzo de 2018

LA SAETA DE SOLEA DAME LA MANO




Casi con toda probabilidad era de Villamanrique de la Condesa el peón arenero del Guadalquivir que inspiró nada menos que al insigne y malogrado compositor Manuel Font de Anta la marcha procesional “Soleá dame la mano”.
El oficio de arenero era durísimo y legendario. En la escala laboral estaba más abajo que el de albañil. Pero resultaba indispensable para la construcción. La arena la sacaban a mano de las aguas del río y la transportaban sobre la cabeza en espuertas de palma protegiéndola para ello con casquetes de fieltro recortado de sombreros viejos. Trabajaban descalzos y semidesnudos como galeotes sumergidos hasta la cintura.
Era profesión de cualificación escasa que se nutría de mano de obra joven de los barrios y pueblos ribereños del Guadalquivir y de la Marisma.
Paco se llamaba el arenero de esta historia, de acuerdo con las confidencias que hizo Manuel Font de Anta a Julio, su hermano menor, a quien yo entrevisté para un programas de cofradías de Radio Nacional a mediados de la década de los cincuenta del pasado siglo.
Era muy conocido en los muelles y en los recodos del cauce fluvial donde se iba a depositar la grava. Por no sé qué desventurada contingencia había dado con sus huesos en la cárcel que todavía se alzaba en la calle del Pópulo que hoy se denomina Pastor y Landero ocupando la manzana de pisos donde luego se dedicaron los bajos al  mercado del Arenal.
A las claritas de una mañana de Viernes Santo cuando la Esperanza de Triana iba de regreso y pasó ante el centro penitenciario, le cantó la saeta que inspiró al músico:
Solea, dame la mano
por la reja de la cárcel
que somos muchos hermanos,
huérfanos de padre y madre.
Era un quejido hondo, serio, que taladraba la epidermis y hería el corazón.
Era una saeta manriqueña. La que había oído Paco en su pueblo desde que era chico, antes de tenerse que ir a la ciudad en busca de trabajo           que le proporcionara sustento para él y su familia.
Yo me había preguntado muchas veces porqué la saeta que sirvió para que Font de Anta compusiera la elogiada marcha procesional y que figura manuscrita en la primera hoja de la partitura iba dirigida a la Soledad y no a la Esperanza.
Supuse que el preso era de Marchena, en cuya Semana Santa aparece una Virgen de la Soledad desde el siglo XVI pero no he encontrado datos que acrediten en aquella época el trabajo de ningún marchenero en las arenas del río.
Otros autores y tratadistas se habían preguntado lo mismo. Entre ellos Luis Melgar y Ángel Marín Rijula que, en su libro Saetas, Pregones y Romances Litúrgicos cordobeses, escriben que el término “saeta carcelera” se debe quizás a que soledad y cárcel se unen en un mismo dolor.
Sin embargo, la respuesta que me parece cierta la encontré en la página 157 del libro del profesor Juan Márquez Fernández “Historia de la Hermandad de la Santa Vera Cruz de Villamanrique de la Condesa” que la reproduce tras haber descrito la forma métrica y el esquema de la rima de este canto peculiar interpretado desde la prisión pero distinto a las saetas llamadas carceleras que tienen cinco versos ya que éste dispone solamente de cuatro:
Solea, dame la mano
por la reja de la cárcel
que somos muchos hermanos,
huérfanos de padre y madre.
Escribí en mi libro “Días de cofradías” en el capítulo Font de Anta contado por Font de Anta, que el músico Igor Stravinsky estuvo en Sevilla en la Primavera de 1921, deseoso de admirar la Semana Santa, de la que sólo conocía los testimonios escritos de los viajeros románticos.
Vino procedente de París, acompañado de su íntimo amigo y colaborador Diaghilev, el creador de los ballets rusos, con quien trabajó en El pájaro de fuego y La consagración de la primavera.
Stravinsky y Diaghilev se alojaron en el hotel Madrid y tuvieron en Juan Lafita, otro periodista cultísimo y políglota un cicerone excepcional.
Y fue presenciando el desfile de la cofradía de San Bernardo por la Puerta de la Carne, cuando Igor Stravinsky, al escuchar la marcha Soleá, dame la mano, que interpretaba la Banda Municipal de Música detrás del paso de la Virgen del Refugio, le dijo a su amigo Diaghilev:
“Estoy escuchando lo que veo y  viendo lo que escucho”.
Juan Lafita comentó después este elogio en las siempre animadas tertulias del ateneo hispalense como homenaje al compositor sevillano y a Julio, ateneísta también, le faltó tiempo para llevarlo a sus tres hermanas que, en la casa en que vivían en la calle Miguel Cid, me lo contaron a mí.
La saeta de un recluido en un centro de detención que se hacía música procesional. El cante ancestral de raíces profundas, mitad oración, mitad notas musicales adecuadas a la expresión vocal, que dormía en el subconsciente del joven preso desde que llegó a sus oídos cualquier viernes santo de su lejana infancia, en el pueblo de sus mayores, se había convertido en la partitura magistral que elogiaba el compositor extranjero.
Es una suposición, desde luego, pero qué hermoso es darla por sucedida en la vida real.